lunes, 30 de marzo de 2015

¿Por qué crecen las desigualdades sociales?



Carlo R. Sabariz

En los últimos siete años, España ha sido el país de la OCDE -el club de los países supuestamente desarrollados- en el que más se ha acentuado la brecha entre ricos y pobres, al tiempo que se ha ido desmantelando la clase media. Aunque la igualdad es un valor que regula nuestro sistema de derechos y deberes, en la práctica vemos cómo una y otra vez se toman decisiones políticas en nombre de la recuperación económica que socavan este principio fundamental. El problema es que la economía tiene secuestrada a la política: el FMI, el Banco Mundial y la OCDE marcan las pautas, los gobiernos obedecen, y los ciudadanos de a pie sufrimos sus consecuencias.
Después de la II Guerra Mundial, las desigualdades se atenuaron con la implantación del Estado de Bienestar y un cierto control de la economía por parte de los gobiernos, pero tras la caída del muro de Berlín y de la mayoría de los regímenes comunistas, intentaron vendernos la moto de que los modelos liberales y capitalistas habían triunfado, que la historia había llegado a su fin (Fukuyama) y que el bienestar del que gozábamos había disuelto la lucha de clases dentro de nuestras sociedades. Nunca más lejos. Las desigualdades se han incrementado -tanto entre países como dentro de las sociedades- de forma exponencial en las últimas décadas, en especial desde los años 70 y 80 y la progresiva desregulación de los mercados financieros, conocida como «la revolución de los ricos contra los pobres». Esta desregulación supone, simplificando al extremo, que se pagan muchos más impuestos por trabajar que por invertir una cierta cantidad de dinero, y que no se ponen límites a la acumulación de capital. Tomas Piketty, en su magnífica obra ‘El capital del siglo XXI’, reconstruye -hasta donde las fuentes lo permiten, y la cantidad de documentación que maneja es ingente- la evolución de la distribución de la riqueza y los ingresos, y constata que «cuando la tasa de rendimiento del capital supera de modo constante a la tasa de crecimiento de la producción y del ingreso -lo que sucedía hasta el siglo XIX y amenaza con volverse la norma durante el siglo XXI-, el capitalismo produce mecánicamente desigualdades insostenibles, arbitrarias, que cuestionan de modo radical los valores meritocráticos en los que se fundamentan nuestras sociedades democráticas» (Piketty; 2015; p. 15). Entre las fuerzas que reducen las desigualdades se encuentran las políticas sociales, el gasto en educación, sanidad y pensiones, así como los impuestos progresivos, aunque Piketty señala la difusión del saber como la más influyente. Entre las fuerzas divergentes, la más importante es la acumulación infinita del capital, algo intrínseco al sistema y que ya Marx denunció en su momento. Si esta tendencia no se regula desde el Estado, la fuerza del capital, que no se preocupa por las personas ni por sus derechos, acaba imponiendo su lógica al resto de la sociedad. Por otra parte, no hace falta que acontezca una crisis para que se produzcan desigualdades, aunque es cierto que ésta profundiza las brechas, y más aún cuando se utiliza como excusa para implementar las políticas más favorables a las grandes corporaciones y bancos.
Al respecto de si el conflicto social sigue vigente, es ilustrativa la opinión del megamillonario norteamericano Warren Buffet -un tipo sin tapujos-, que en una entrevista en el New York Times en 2006, declaró: «Efectivamente hay una lucha de clases, y los míos van ganando por goleada». En 2011, ya en plena crisis financiera, publicó un artículo en este mismo periódico, titulado ‘Stop coddling the super-rich’ (‘Dejad de mimar a los superricos’), en el que reconocía pagar proporcionalmente menos impuestos que los empleados de su compañía -él, un 17,4% de sus ingresos gravables, entre un 33% y un 41%, sus trabajadores-, y le pedía a su gobierno que dejara de beneficiar a los millonarios y en cambio les subiera los impuestos. También Moby, el músico y nieto de Herman Melville, lideró en ese año un lobby para presionar a los políticos con este mismo fin. ¿Se imaginan al señor Joan Rosell o al señor Blesa pidiéndole a Mariano Rajoy que les subiera los impuestos?
Otro millonario autocrítico es Nick Hanauer, quien considera que si las desigualdades siguen creciendo al ritmo actual, las clases medias desaparecerán, las empresas no tendrán clientes, y los ciudadanos excluidos se rebelarán de forma inevitable. Combina dos grupos de argumentos: el primero -y que sería suficiente-, apela al valor de la justicia social; el segundo responde, según él, a un fuerte instinto de conservación y a cuestiones de viabilidad del sistema. En un artículo en Politica Magazine (junio, 2014), afirmaba: «Los más pudientes hemos sido falsamente persuadidos durante nuestra educación y la reafirmación de la sociedad de que somos los principales creadores de empleo. Esto simplemente no es verdad. Nunca habrá suficientes super-ricos en EE.UU. para impulsar una gran economía. Yo gano mil veces más que el americano medio al año, pero no compro mil veces más cosas». Según su opinión, es por lo tanto la clase media la verdadera creadora de riqueza en cuanto que ella es la que sostiene el consumo masivo.
En definitiva, ¿por qué pagamos más impuestos por trabajar que por especular con una cantidad de dinero? ¿Por qué son tan bajas las tasas sobre el rendimiento del capital? ¿Por qué se agravan las desigualdades? Por mucho que se empeñen en convencernos con pseudoargumentos economicistas, detrás de todo esto no hay más que decisiones políticas que benefician a unos determinados intereses.
No sé muy bien qué podemos esperar de los grandes empresarios y banqueros de este país, aquí de momento prima más el ombliguismo que la filantropía, pero este año en el que contamos con tantas citas electorales, tenemos una buena oportunidad para apoyar a aquellos partidos que sitúen a esta problemática en el centro de su agenda, quien no lo haga, no merece ser considerado un partido democrático.

Publicado no Progreso o 21-3-2015

Parvos, parvos, parvos



José Domingo de Prada

Conta Slavoj Žižek a seguinte anécdota: un catedrático inglés foi invitado a dar unha conferencia no Ruskin College de Oxford (institución para estudantes de clase obreira). En Inglaterra era costume na época, en determinados círculos de cabaleiros ingleses, iniciar a charla pedindo escusas polos escasos coñecementos que sobre o tema puidera ter o conferenciante. Tal fixo o bo home, e comezou coa súa habitual formalidade de falsa modestia e cortesía desculpándose polo que non sabía. Entón, dende o fondo da sala alzouse un vozarrón  que lle recriminou: “Pois páganche para que saibas”.
E esa é a cuestión que querería proporlles hoxe como tema de reflexión. O que debemos saber. Máxime tendo en conta que vivimos nas autodenominadas “sociedades do coñecemento”, máis que fillas, netas, das sociedades ilustradas, nas que o saber é a base de todas as nosas actividades.
Sen embargo hoxe en día o non saber é a escusa máis socorrida por aqueles que necesariamente deben saber. É absolutamente inescusable que non se saiban certas cousas, sobre todo cando nos movemos en determinados niveis de prestixio e responsabilidade social, de remuneración económica e de capacidade de decisión. É indignante, desesperante e  rabiosamente depravado que certos personaxes que están apoderándose do espazo público aleguen continuamente a súa ignorancia, e nestes casos alegar ignorancia é algo máis ca unha fórmula de cortesía.
Fixémonos nalgúns exemplos sacados da inmediata actualidade para non falar sempre en abstracto e que ninguén se de por aludido. Comecemos por arriba porque esta estratexia de non saber comezou no ‘cuspe’ da pirámide e vainos empapando a todos:
A Infanta Cristina, cunha ‘Educación Real’ e empregada de alto rango na Caixa, non sabe nada das súas contas familiares. O seu home, Iñaki Urdagarín, non sabe porqué cobra grandes cantidades de cartos, o seu socio, Diego Torres, sabe que lle pagan a Urdangarín pero tampouco sabe por qué. Aínda sen saber, recollen os cartos procedentes de tanta ignorancia.
Mariano Rajoy, presidente do Goberno e do Partido Popular non sabe quen é un tal Bárcenas. Dolores de Cospedal, presidenta de Castela-A Mancha e secretaria xeral do mesmo partido non sabe cómo como o despediron se ‘a prazos ou en diferido’. O resto do partido non sabe nada de nada, porque quen ten saber é a Xunta Directiva, que o ignora todo.
Ana Mato, ex ninistra de Sanidade, non sabía quen pagaba as súas facturas nin quen aparcaba na praza de garaxe da súa casa. Tampouco sabía que pasaba co évola, pero ela non é médico para coñecer destas cuestións. O ministro de Industria José Manuel Soria non sabe que as petroleiras acordan os prezos dos carburantes, tenllo que explicar a xustiza. Das tarifas eléctricas ignórao todo e fáinolo ignorar a todos. Claro que aquí contou coa inestimable axuda de Miguel Sebastián. José Ignacio Wert, Ministro de Educación, Cultura e Deporte, non sabe de qué se queixan os estudantes, nin os profesores, nin os reitores, nin os pais, e iso que o saber forma parte das súas  competencias. Tampouco sabe por que protestan actores, cantantes ou escritores. O caso oposto é Alberto Ruíz-Gallardón, ex Ministro de Xustiza,  que é o único que sabe efectivamente qué necesitan as mulleres para liberarse de si mesmas. Tamén soubo que necesitaban os cidadáns para apartarse da xustiza. Jorge Fernández, Ministro de Interior, aínda non sabe en que valla limitan España e Marrocos. Poderíase seguir, pero case mellor deixar a ‘lista’ dos ministros.
Merecen, por méritos propios, un apartado especial os banqueiros. Os presidentes das antigas Caixas cobraron cantidades inxentes por non saber, ou si se prefire, por saber como levalas a bancarrota. O caso mais rechamante é Bankia. Miguel Blesa, presidente da entidade, non sabía nin como cotiza unha tarxeta de crédito, pero como non hai ignorancias absolutas, si sabía como utilizala. No mesmo grao de ignorancia está Rodrigo Rato, quen cun currículo desorbitado: Vicepresidente do Goberno, Ministro de Economía, Director Xerente do FMI, Presidente de Bankia e Conselleiro asesor para Latinoamérica e Europa de Telefónica, recibe tarxetas de uso persoal e sen saber máis, entende que pode gastar nelas como gastos particulares da súa remuneración, sen explicacións nin declaración de impostos. Pura sabedoría financeira. Por telos mais preto, podemos referirnos aos dirixentes de Novacaixagalicia que recibiron indemnizacións millonarias por non saber defender a Caixa, en concreto 23 millóns para tres directivos (10,8 para Pego, 7,5 para Gorriarán e 5,3 para Paredes), o 13% do valor da Caixa, e os que faltan Gayoso, os Méndez ‒pai e fillos‒  e outros.
Nesta liña, e por resumir, é terrorífico e obsceno que o suízo HSBC, e resto de bancos, nin saiban nin queiran saber, a orixe dos cartos que lles ingresan nas súas contas, especialmente, cando son moitos cartos. Aquí si que opera a formula de cortesía: “Por favor señor, nós nunca preguntamos pola orixe do diñeiro”. De non saber temos a triste imaxe dunha serie de xuíces, maxistrados, secretarios e fiscais que non sabían que non poden cobrar de empresas privadas como Indra. Saberán como xulgarnos cando esteamos diante deles? Saberán que como eles executan, o descoñecemento da lei non exime do seu cumprimento? A que si sabe, e moito, é Celia Villalobos, o único erro aquí é que a súa nómina debería pagala unha empresa probadora de videoxogos.
Pero este problema non aparece de súpeto na sociedade, querería advertir como estas sociedades nas que se cobra por saber (esa é a teoría) degradan este coñecemento desde o primeiro momento, mentres se está a adquirir, fanno así os estudantes que non estudan, os que copian nos exames ou os que perden e fan perder o tempo na clase. Tamén o fan así os profesores que non explican, os que non esixen o que deben esixir ou os que consenten perder o tempo das clases. Tamén o fan así os proxenitores que prefiren aprobados a coñecementos e disimulan ou directamente incitan aos seus fillos a facer trampas. Aos profesores páganlles por saber e por transmitir ese saber, aos alumnos pagaranlles por saber (esa é a teoría) e o título só é o recoñecemento público do que saben. En canto aos proxenitores, deberían coidarse de orientar, acompañar e tutelar aos seus descendentes cando o necesitan e non desfacerse en queixas cando xa é tarde.
Como moitos destes presupostos non se cumpren e contra o que dicía o mozo de Glasgow a moitos parece que “se lles paga por ignorar” e como aquí o que non sabe é case o que máis proveito saca, xa saben, mellor volvernos todos parvos, parvos, parvos.

           Publicado no Progreso o 14-3-2015

Sociedades abertas de control



Juan Carlos F. Naveiro

Díxitos en lugar de muros; redes sociais en troques de medios de información; precariedade no traballo e na vida frente á permanencia das funcións sociais e as relacións persoais. O mundo foi cambiando ao fío de avances tecnolóxicos que afectan aos modos de producción e comunicación, ás prácticas educativas, aos conflitos bélicos. Pero non se trata solo de tecnoloxía. É unha mutación histórica da que aínda non vemos ben o contorno, e que leva xa unhas décadas entre nós.
Hai un breve e esclarecedor texto do filósofo francés Gilles Deleuze que apareceu en 1990, “Post-scriptum sobre as sociedades de control”, que é pioneiro en reflexar esa mutación histórica. Deleuze fala da transición do que seguindo a Foucault chama “sociedades disciplinarias” cara un novo rexime de control, transición que 25 anos despois non podemos máis que confirmar. O modelo das sociedades disciplinarias era o modelo da fábrica, que acadou o seu apoxeo co ideal científico positivista do século XIX e principios do XX, e ese modelo é hoxe claramente insuficiente, non se compadece ben coa circulación do capital nin coa circulación dixital, e foi sustituido a todos os efectos polo modelo da empresa.
A empresa é a forma organizativa do control e a vixilancia, un modelo que funde os intereses corporativos e os militares con tecnoloxías cada vez máis cercanas ás películas de ciencia ficción: na enxeñaría xenética, a nanotecnoloxía ou o ciberespacio, pero tamén na vida urbana e os grandes espazos naturais do planeta, devastados por conflitos sen fin; todo conforma un mesmo e único “campo de guerra” (como dí o ensaísta mexicano Sergio González, Premio Anagrama 2014). O control e a vixilancia son instrumentos das que as nosas sociedades non poderían prescindir, en parte porque son dispositivos cada vez máis naturalizados que os individuos estamos dispostos a aceptar como parte da nosa seguridade. Sábese ben cómo se manipula a inseguridade para promover novas medidas de seguridade, un efecto utilizado polo contraterrorismo especialmente despois do 11-S; e a nova lei de seguridade cidadá reflexa tamén esa tesitura penal que sustitúe a idea dunha culpabilidade que debe ser certificada polo concepto máis lábil de “peligrosidade”, acorde cunha cultura da prevención pero tamén da sospeita xeneralizada.
O imperativo de felicidade é tamén un dispositivo de control, ligado ao hedonismo do consumo e á expresividade das emocións. Nas sociedades disciplinarias os códigos de conducta pública impedían a exteriorización do placer, reservado ás esferas íntimas e os grupos de iguais. Pódese considerar que o totalitarismo do 2º cuarto do século XX levou ao paroxismo esa proscripción, mediante unha verdadeira industria do sufrimento. Kafka, a dicir de Deleuze, estaría no vértice entre disciplina e control, leva a disciplina o absurdo pero xa anuncia outra cousa, o futuro dun control sen descanso.
Nos anos 30 e 40 tiña un sentido combativo defender “sociedades abertas” e flexibles frente os delirios totalitarios, a loita pola democracia era ante todo unha loita anti-fascista. Nas décadas seguintes de guerra fría ese motivo de confrontación aínda era operativo ao quedar claro desde moi pronto o carácter totalitario do estalinismo; comenzábase a sospeitar da liberdade das “sociedades libres” pero o feito era que a disciplina soviética creara sociedades burocráticas, grises e kafkianas como ningunha outra.
Despois da caída do muro, co triunfo da axenda neoliberal, a apoteose da globalización e o crecemento das tecnoloxías da información, que foi das “sociedades abertas”? Do mesmo xeito que o mundo soviético era unha ficción que non podía evadirse da circulación global do capital, a ironía máis sorprendente da guerra fría foi que as sociedades libres e pluralistas acabaron desenvolvendo métodos propios das sociedades disciplinarias. Son as novas sociedades de control, SOCIEDADES ABERTAS DE CONTROL, nas que a disciplina acada unha sofisticación que a convirte na verdade profunda da liberdade.
Igual que as urbanizacións exclusivas combinan os setos enormes coas barreiras intelixentes e cámaras de vixilancia, as sociedades de hoxe combinan os métodos físicos das vellas disciplinas co control maiormente dixital. Os adolescentes (e non tanto) que camiñan pola rúa absorbidos polos teléfonos móviles, abertos ao espazo exterior do ecosistema dixital pero deixando en modo silencio a comunicación cos pais (cos amigos, cos fillos) non reparan en engrosar un Big Data que se presta a todo tipo de usos. Cando as cámaras de vixilancia incorporen sistemas de identificación automática da identidade e se xeneralice o pago con pegada dactilar dixitalizada o rexime de control terá acadado un escalón superior. Conectándonos e desconectándonos a pracer buscaremos parecernos ás maquinas, programarnos como habitantes dun universo clónico. Xa nos vexo artellando artificios contables para soster a ficción dunha boa vida enfiada nas redes da seguridade.

Publicado no Progreso o 7-3-2015

Benaventurados os pobres



María Isabel Sánchez Corral

A Igrexa católica non debería prolongar a súa existencia, tal e como a coñecemos hoxe en día, máis aló da súa propia renovación. Esta afirmación pode parecer un augurio ou un simple desexo. Pero se a cidadanía é consciente de que ten que haber un cambio radical que acabe co imperio do capital, máis aínda deberían traballar para rematar co Imperio sacro-santo da igrexa católica. As condicións obxectivas e subxectivas están aí e a estas alturas da historia son máis que suficientes.
Esta entidade sen ánimo de lucro, que busca a felicidade eterna amando os demais como así mesmo e practica a caridade, parece dirixirse á súa autodestrución. Non nos sorprende o caso do "clan dos Romanones". Os doce apóstolos de Granada (dez eclesiásticos e dous segrares) que practicaban a pederastia, o amor aos demais ao seu xeito; facían apoloxía entre as súas vítimas do que chamaba o seu líder “vivir la sexualidad sin tapujos" ou "vivir la sexualidad con claridad de miras". Non sei se iluminados por Deus ou en santa revelación. Todo isto ao mesmo tempo que atesouraban un rico patrimonio, con parte do cal lavaban a súa conciencia e supostamente a do arcebispo.
Pensaba o pobo que estes señores optaban libremente por unha forma de vida casta e sen fortuna, pois iso afastábaos do seu maior amor. Quizais malinterpretamos o de alcanzar a visión beatífica de Deus? A que se refiren realmente?
Na mesma orde de cuestións obxectivas a analizar, encontrámonos co arcebispo emérito Rouco Varela e o seu nada desprezable ático de 359 metros cadrados, en cuxas reformas a igrexa gastou máis medio millón de euros. Vivenda valorada no mercado en 1,2 millóns de euros (o metro cadrado no barrio está valorado en 3600 euros). Esta vivenda como outros inmobles da Igrexa está exenta de pagar o Imposto de Bens e Inmobles; de facelo, corresponderíalle pagar un recibo de IBI anual entre 3500 e 4000 euros. Isto debe ser polo de practicar a caridade pero en sentido unívoco, matematicamente falando. Iso si, ten que pagar a recollida de lixo, dese imposto a igrexa non está exenta; aínda que creo que non hai suficientes colectores e camións para recoller a cochambre e inmundicia da casa do "señor".
Pensaba o pobo que estes señores compartían os seus bens e ao igual que Xesucristo expulsarían os mercadores do templo. Moi ao contrario distintas ordes relixiosas posúen algunha que outra SICAV. O máis próximo ao pobo desafiuzado é un Rouco Varela metido a ocupa no Arcebispado antes de facer a mudanza.
Deberiamos fuxir dun modelo de sociedade confesional. A sociedade española sufriu durante corenta anos o fundamentalismo do nacional-catolicismo, con Franco baixo palio; cuxo integrismo acernou identidades individuais e colectivas, machucou a diversidade e a pluralidade poñéndose no lado oposto da liberdade e a xustiza. Esas estruturas políticas, económicas e relixiosas seguen imbricadas na sociedade. Estruturas de poder que se vertebran na sociedade a través da escola, os hospitais, a xustiza, os medios de comunicación e un longo etcétera, para dar o seu referente moral. Vella e nova estratexia agora que se lles baleiran as Igrexas e caen en picado as súas estatísticas en novos adeptos e matrimonios eclesiásticos.
A filosofía como saber crítico non debe fomentar unha erudición inútil, por iso debe ter coidado do pensamento. A espiritualidade non é patrimonio da relixión: está nas artes, a ciencia, na obra de Marx...
Deberiamos intentar achegarnos a unha sociedade laica, cunha moral laica. Unha moral que se fundamente unicamente nas propias facultades humanas, como a razón, a lóxica ou a intuición moral. Unha moral non transcendente, onde os seus principios non se acaten porque son froito da revelación ou dun guía sobrenatural.
A "laicización" da sociedade non ten porque desembocar na perda de valores. A moral laica é a que debe manter vixentes os valores do republicanismo: a liberdade, a igualdade e a xustiza.
Se ten que haber algún imperio debe ser o imperio da lei. É o ideal republicano o que restitúe a horizontalidade na sociedade. Son libre, escollo a lei; teño a posibilidade de obedecer a lei que me dou a min mesma.
Non chega con prostrarse ante o Altísimo para pedir perdón. Como dixo Atahualpa Yupanqui: "Non só queremos ser iguais no ceo senón tamén na terra".

Publicado no Progreso o 28-2-2015